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EN EL CURSO 1880-1881
SEÑORES: Germinada en el hervidero de las ideas con
que sacudió nuestra pereza intelectual el impulso de la libertad de
enseñanza; nacida luego en medio de una crisis profunda, y a favor de
ella, como todas las obras firmes, de la humanidad y de la vida;
gradualmente desenvuelta a compás de la evolución con que ha ido ganando
en sus senos la conciencia de su fin; penetrada de severo respeto hacia
la religión, el Estado y los restantes órdenes sociales, la Institución
Libre, de día en día más próspera y fecunda para bien de todos -aun de
sus adversarios-, merced al concurso espontáneo de la sociedad, a quien,
después de Dios, todo lo debe, viene hoy a renovar ante ella sus votos,
tendiendo con amistosa fraternidad la mano a todas las doctrinas y
creencias sinceras, a todos los centros de cultura, a todas las
profesiones bienhechoras, a todos los partidos leales, a todos los
Gobiernos honrados, a todas las energías de la patria, para la obra
común de redimirla y devolverla a su destino.
Obra es esta, señores, que pide clara concepción,
labor profunda, ánimo sereno, devoción austera, paciencia
inquebrantable. De ese común espíritu imbuidos los diversos órganos de
la vida social, aportan a ella todos, cuando permanecen fieles a su
vocación, el generoso fruto de sus ministerio. Extiende la religión
entonces por doquiera la santidad de la virtud, la paz, la tolerancia,
la concordia, el solidario amor entre los hombres, hijos de un mismo
Padre, que cada cual invoca en su distinta lengua; despierta la
conciencia de la unidad radical de las cosas, y presta a todas, aun las
más humildes, un valor trascendental y supremo y una como participación
en lo infinito. El arte de lo bello depura el sentimiento, ordena y
disciplina la fantasía, remueve las entrañas y la faz de la Naturaleza,
nos abre el inagotable venero de goces sanos, íntimos, varoniles y
desenvuelve en nosotros un sentido ideal, que sabe hallar mundos y
regueros de luz aun allí donde el vulgo tropieza entre tinieblas. La
industria y el comercio dilatan de día en día los horizontes de la
civilización a expensas de la barbarie, estrechan los vínculos entre las
naciones, acercan el pan del cuerpo y el del alma a muchedumbres cada
vez más y más numerosas, que así logran los medios de vivir en una vida
digna de seres racionales; ennoblecen el trabajo, emancipan a las clases
jornaleras de la servidumbre de la fuerza bruta; a las clases ricas, de
la servidumbre de la ociosidad y del parasitismo, y obligan a unas y
otras -las más atrasadas hoy en nuestro pueblo- a que de buen o mal
grado entren a participar de los derechos, de la responsabilidad y de la
cultura que con labor tan ímproba dispone para todas la historia. La
beneficencia -uno de los nombres de la justicia-llama a su seno al niño
abandonado, que un día pedirá de palabra, o de obra, estrecha cuenta a
quienes lo desamparan hoy en la vía pública para arrogarse mañana el
derecho de tratarlo como a bestia salvaje; al proletario, víctima quizá
de su atraso e incuria, o de la incuria y el atraso ajenos, y de la
supuesta fatalidad invencible de la leyes del mercado económico; al
delincuente, contra el cual enciende y atiza los odios una psicología
ignorante, última defensa de las dos instituciones más bárbaras de
nuestra organización criminal: la pena de muerte y las prisiones en
común, a la española; al anciano, al enfermo, al demente, al vicioso, al
inútil; en fin, a esa desventurada mujer, cuyo vil oficio ha elevado la
sabiduría administrativa de nuestra edad al rango de un profesión
reglamentada, sometida a tributo y garantida con el diploma y sello del
Estado.
Y, sin embargo, ese mismo Estado, o, hablando con
propiedad, los Gobiernos, órganos directores de la comunidad política,
¡cuán generoso servicio prestan a la patria, si la virtud moral de sus
depositarios enfrena sus intereses egoístas! Conságrense entonces, en
pro del derecho, a traducir en fórmulas ideales las aspiraciones
oscuras, pero sanas y firmes, de la conciencia nacional, mantenida sin
usurpación en su fuero legítimo; someten luego a esas fórmulas aun las
voluntades más rebeldes; conservan la unión orgánica entre la diversidad
de los fines humanos: con que triunfa en suma la justicia, cooperando
el destino que a cada pueblo corresponde cada vez en la historia. ¡Cuán
humildes, y por bajo de este deber espléndido, quedan ahora todas las
soberbias fantasías subjetivas en que se complace el señor de un poder
tan limitado en realidad, tan omnímodo y absoluto en la apariencia!
Yo no sé si por ley de su naturaleza, más de seguro
sí por la del tiempo, entre esas fuerzas civilizadoras de nuestra
sociedad, corresponde el primero y más íntimo influjo a la enseñanza.
Debido, empero, a causas muy complejas, dependientes de una imperfecta
concepción del ser, vida y desenvolvimiento del hombre, hoy es el día en
que apenas principia a ser considerada en la integridad de su destino.
(«En el cincuentenario de la ILE», Madrid, 1926. págs. 21-25.)
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